Su desayuno había sido un café pasado con un poco de alcohol para hacer del día un poco más llevadero, se había acostumbrado a esa forma de tomarlo, - Como Santiago – decía mientras se lo tomaba con rapidez, para no sentir el raspón de garganta al pasarlo. El desayuno solía ser lo suficientemente reponedor como para no sentir sueño hasta que la hora de descansar llegue, pero al caer apenas la noche los ojos comenzaron a hacerle una mala pasada, y sus parpados hinchados temblaban como de frío, amenazando con cerrarse.
Él, sentado en la silla de madera, en la que suele balancearse pausadamente, mientras cavila con silencio absoluto, como lo hacen únicamente los búhos, respiraba tranquilo y con la mano de escribir arrojaba madera a la chimenea.
Una mesa de madera maciza y ancha, poco artística posiblemente, con unos papeles encima, y cerca, al final de la gruesa tabla que reposa sobre las cuatro patas, un par de libros cerrados, una vela a medio apagarse y un papel doblado, como una almohada, que contenía hojas de tabaco listas para embutirse a la pipa del mismo material de la mesa. Sobre ésta también había cuadros repujados, unos pocos, con fotos de él acompañado de un amor, de uno de esos que siempre son el último amargor del café, uno de esos que es recordado en la última bocanada de humo, de ese humo luctuoso que últimamente parece ser tan abundante como la llovizna miraflorina.
Se dispuso a servir algo para tomar, pasado ya un rato de estar junto a la chimenea alimentando fuegos, - ¡Carajo! – dijo con fuerza al darse cuenta que no había café para pasar, sólo había uno de esos instantáneos, que se suelen comprar por pura rutina, así que prefirió un trago antes que eso, sacó de entre las botellas, una de las más antiguas, y se sirvió en un pequeño vaso. Era vino seco. Lo odiaba. En el fondo pensaba que derepente el sabor del vino seco no le traería recuerdos de besos mustios.
En su cabeza deambulaba la última palabra que había dicho, parecía rebotar contra las paredes, - ¡Carajo! – una y otra vez, hacía horas que su boca permanecía en silencio, se había acostumbrado a escuchar solamente el sonido que hace el fuego al quemar la madera y el vaso vacío al golpear contra la mesa.
Bebiendo al paso de sus latidos, el recuerdo volvió, como si el vino lo llevase a ella. Ni pensaba en salir a caminar otra vez por las calles, y toparse con sus pasos solitarios uno detrás de otro, haciéndole acordar que va otra noche más que camina solo, y luego bañarse con la garúa típica de noviembre al anochecer, y ver sus fotos al cerrar los ojos que eran vencidos por el sueño, las fotos de ella sonriendo junto a él, o las que él tomaba mientras ella dormía al costado suyo.
Otra vez se sentaba a sólo recordarla, refundiéndose de noche, en lo más profundo de lo que intentaba ocultar en el día, cuando de la sonrisa de la mañana no queda ni sombra y cuando no hay compañeros de café ni de vino junto a él, cuando no hay nadie quien escuche su llanto, ni quien sienta sus desesperados suspiros. Otra vez una de esas noches funestas, en las que recordaba que realmente la había amado y que ya todo había pasado también, a tal velocidad que parecía recién percatarse. Con el cenicero realmente lleno y con su copa totalmente vacía se dejó vencer por la inclinación de la silla y cayó hacia atrás sumiéndose en su dolor cuasi físico.
Él, sentado en la silla de madera, en la que suele balancearse pausadamente, mientras cavila con silencio absoluto, como lo hacen únicamente los búhos, respiraba tranquilo y con la mano de escribir arrojaba madera a la chimenea.
Una mesa de madera maciza y ancha, poco artística posiblemente, con unos papeles encima, y cerca, al final de la gruesa tabla que reposa sobre las cuatro patas, un par de libros cerrados, una vela a medio apagarse y un papel doblado, como una almohada, que contenía hojas de tabaco listas para embutirse a la pipa del mismo material de la mesa. Sobre ésta también había cuadros repujados, unos pocos, con fotos de él acompañado de un amor, de uno de esos que siempre son el último amargor del café, uno de esos que es recordado en la última bocanada de humo, de ese humo luctuoso que últimamente parece ser tan abundante como la llovizna miraflorina.
Se dispuso a servir algo para tomar, pasado ya un rato de estar junto a la chimenea alimentando fuegos, - ¡Carajo! – dijo con fuerza al darse cuenta que no había café para pasar, sólo había uno de esos instantáneos, que se suelen comprar por pura rutina, así que prefirió un trago antes que eso, sacó de entre las botellas, una de las más antiguas, y se sirvió en un pequeño vaso. Era vino seco. Lo odiaba. En el fondo pensaba que derepente el sabor del vino seco no le traería recuerdos de besos mustios.
En su cabeza deambulaba la última palabra que había dicho, parecía rebotar contra las paredes, - ¡Carajo! – una y otra vez, hacía horas que su boca permanecía en silencio, se había acostumbrado a escuchar solamente el sonido que hace el fuego al quemar la madera y el vaso vacío al golpear contra la mesa.
Bebiendo al paso de sus latidos, el recuerdo volvió, como si el vino lo llevase a ella. Ni pensaba en salir a caminar otra vez por las calles, y toparse con sus pasos solitarios uno detrás de otro, haciéndole acordar que va otra noche más que camina solo, y luego bañarse con la garúa típica de noviembre al anochecer, y ver sus fotos al cerrar los ojos que eran vencidos por el sueño, las fotos de ella sonriendo junto a él, o las que él tomaba mientras ella dormía al costado suyo.
Otra vez se sentaba a sólo recordarla, refundiéndose de noche, en lo más profundo de lo que intentaba ocultar en el día, cuando de la sonrisa de la mañana no queda ni sombra y cuando no hay compañeros de café ni de vino junto a él, cuando no hay nadie quien escuche su llanto, ni quien sienta sus desesperados suspiros. Otra vez una de esas noches funestas, en las que recordaba que realmente la había amado y que ya todo había pasado también, a tal velocidad que parecía recién percatarse. Con el cenicero realmente lleno y con su copa totalmente vacía se dejó vencer por la inclinación de la silla y cayó hacia atrás sumiéndose en su dolor cuasi físico.
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