El sibilino ha de llegar a perfumar Francia de terror,
ha de bañarla de sangre también.
Francia, 1793
Los días no hacen más que pasar sigilosos, entre cuchicheos y chismes vecinales, entre la brisa que últimamente parece oler a sangre. Las calles angostas y mojadas por la lluvia, ocultaban el más profundo de los terrores, que por no dejarse ver, caminaba con unas telas sobre el rostro, dejando mostrar lo suficiente como para caminar sin caerse, con paso acelerado, pero sin causar alboroto, se adentraba hasta el corazón de París, donde la bruma roja cubría la parte baja de las puertas y donde las paredes y ventanas lo oían absolutamente todo.
Las herraduras golpeaban el suelo de la ciudad, los caballos aceleraban el paso mientras que en el interior de la carreta un viajero buscaba refugio en el terror. La carreta paró cerca de la plaza, donde bajó un corpulento hombre, que inmediatamente se dirigió a la taberna.
- Un whisky por favor – pidió con educación, acercándose a la barra.
- Aquí tiene su whisky buen hombre. – Le dijo el tabernero poniendo un vaso chato sobre la mesa.
El hombre venía de Besançon, era un típico forastero, con una pequeña bolsa con monedas bien guardadas y un par de botas que daban a entender que habían huido largo tiempo.
- ¿Qué trae a un hombre como usted a Paris, mi buen señor?
Preguntó el tabernero esperando respuesta, pero ésta nunca llegó, el vaso golpeó la barra cuando ya estaba vacío, el extranjero pidió otro whisky, pero esta vez olvidando sus modales, como si la pregunta le hubiera ofendido o le hubiera hecho recordar algo realmente desagradable.
Aquella noche una agitadora lluvia bañó París por completo, el silencio sepulcral gobernaba entre las calles angostas y oscuras, mientras que el hombre de Besançon salía de la taberna después de haber posiblemente ahogado las penas, las penas de un hombre secreto que sólo calla sin remordimiento. Caminaba a medio tambalear, pero con paso acelerado y sin causar ningún tipo de lamentable espectáculo, con el mismo ritmo con el que avanza el terror sobre ésta sufrida ciudad últimamente. Distintas son las causas por las que un hombre se muda a París hoy en día, podría ser la necesidad, posiblemente el esconderse de algo, pero si se mudaba por estar en busca de futuro, de seguro no encontraría más que ajetreos y conflictos políticos. Hoy cuando se discute la definición de “República” y cuando son pronunciados a diario los derechos del hombre en la plaza central, uno puede verse atado a muchos problemas o ganarse numerosos enemigos con tan solo decir un par de palabras.
El día empezó con una gran y nueva noticia, “La república sólo puede nacer con la muerte de un rey” es lo que se oye por todos los rincones de la capital. Girondinos vociferan alocados, anunciando el principio del fin. Monarcas extranjeros mandan cartas haciendo mención a los derechos del hombre de los que tanto hemos hablado, y nos tratan de inconsecuentes al hablar de la pena de muerte. La palabra “revolución”, agotada de tanto uso, se deja de lado y se cambia a “república”. En el amigo del pueblo acusaba a los moderados de conspirar contra el futuro de Francia. Los conflictos con Austria y la incertidumbre interna desmiembran por completo al país.
Las banderas tricolores bailaban al ritmo del viento en la plaza, mientras el incorruptible hablaba con fuerza y voluntad. El sibilino extranjero entre la muchedumbre escuchaba, pero a diferencia del resto, no demostraba ningún gesto de sorpresa, al contrario, parecía saber exactamente las palabras que el jacobino diría, una tras otra, todas eran esperadas por el furtivo hombre.
Le ató las manos a la espalda, con fuerza y algo de brutalidad, como si de degollar a un animal se tratase, le sujetó el cabello con la mano izquierda y con la derecha lo cortó, con un afilado cuchillo que le desgarró el cuero de la cabeza. Le desamarró la soga que le mantenía la boca cerrada, para burlarse de sus lamentos y gritos, pasado un momento, desajustó un poco el nudo que le ataba las manos, como para que se desespere tratando de soltarse, como para antojarlo con el sabor de la salvación que nunca verá.
- El patíbulo le espera monsieur.
Escuchó sus gemidos y cuando trató de sacar sus regordetas muñecas del nudo, se burló aun más del antiguo monarca, lo puso de pie de una patada y lo subió a su carruaje cerrado, como último privilegio. Llegando al patíbulo, dejó que todos los hombres lo vean e insulten a su antojo, le hizo subir las gradas y mandó el toque de tambores, que silenció la última voluntad del que están a punto de ejecutar. La madera rodeó su cuello, ahorcándolo tan solo un poco, el verdugo quien tanto disfrutaba esto, llegó al máximo placer al soltar la soga que ataba la pesada cuchilla. La canasta se vio satisfecha de sangre segundos después, y los hombres gritaron enloquecidos por el espectáculo. Pedían más cabezas.