Sobre este blog.

Cuatro años después del Septimo Cigarro, siendo un ex-fumador de tabaco y habiendo dejado de lado muchas de mis depresiones adolescentes, me vi aquí nuevamente tratando de robarle palabras al viento, para inmortalizar y/o dejar ir experiencias. Entre ensayos y esbozos intento recobrar esa antigua parte de mi, que creía había muerto.

20 julio, 2008

El verdugo de París

El sibilino ha de llegar a perfumar Francia de terror,
ha de bañarla de sangre también.


Francia, 1793

Los días no hacen más que pasar sigilosos, entre cuchicheos y chismes vecinales, entre la brisa que últimamente parece oler a sangre. Las calles angostas y mojadas por la lluvia, ocultaban el más profundo de los terrores, que por no dejarse ver, caminaba con unas telas sobre el rostro, dejando mostrar lo suficiente como para caminar sin caerse, con paso acelerado, pero sin causar alboroto, se adentraba hasta el corazón de París, donde la bruma roja cubría la parte baja de las puertas y donde las paredes y ventanas lo oían absolutamente todo.

Las herraduras golpeaban el suelo de la ciudad, los caballos aceleraban el paso mientras que en el interior de la carreta un viajero buscaba refugio en el terror. La carreta paró cerca de la plaza, donde bajó un corpulento hombre, que inmediatamente se dirigió a la taberna.

- Un whisky por favor – pidió con educación, acercándose a la barra.
- Aquí tiene su whisky buen hombre. – Le dijo el tabernero poniendo un vaso chato sobre la mesa.

El hombre venía de Besançon, era un típico forastero, con una pequeña bolsa con monedas bien guardadas y un par de botas que daban a entender que habían huido largo tiempo.

- ¿Qué trae a un hombre como usted a Paris, mi buen señor?

Preguntó el tabernero esperando respuesta, pero ésta nunca llegó, el vaso golpeó la barra cuando ya estaba vacío, el extranjero pidió otro whisky, pero esta vez olvidando sus modales, como si la pregunta le hubiera ofendido o le hubiera hecho recordar algo realmente desagradable.

Aquella noche una agitadora lluvia bañó París por completo, el silencio sepulcral gobernaba entre las calles angostas y oscuras, mientras que el hombre de Besançon salía de la taberna después de haber posiblemente ahogado las penas, las penas de un hombre secreto que sólo calla sin remordimiento. Caminaba a medio tambalear, pero con paso acelerado y sin causar ningún tipo de lamentable espectáculo, con el mismo ritmo con el que avanza el terror sobre ésta sufrida ciudad últimamente. Distintas son las causas por las que un hombre se muda a París hoy en día, podría ser la necesidad, posiblemente el esconderse de algo, pero si se mudaba por estar en busca de futuro, de seguro no encontraría más que ajetreos y conflictos políticos. Hoy cuando se discute la definición de “República” y cuando son pronunciados a diario los derechos del hombre en la plaza central, uno puede verse atado a muchos problemas o ganarse numerosos enemigos con tan solo decir un par de palabras.

El día empezó con una gran y nueva noticia, “La república sólo puede nacer con la muerte de un rey” es lo que se oye por todos los rincones de la capital. Girondinos vociferan alocados, anunciando el principio del fin. Monarcas extranjeros mandan cartas haciendo mención a los derechos del hombre de los que tanto hemos hablado, y nos tratan de inconsecuentes al hablar de la pena de muerte. La palabra “revolución”, agotada de tanto uso, se deja de lado y se cambia a “república”. En el amigo del pueblo acusaba a los moderados de conspirar contra el futuro de Francia. Los conflictos con Austria y la incertidumbre interna desmiembran por completo al país.

Las banderas tricolores bailaban al ritmo del viento en la plaza, mientras el incorruptible hablaba con fuerza y voluntad. El sibilino extranjero entre la muchedumbre escuchaba, pero a diferencia del resto, no demostraba ningún gesto de sorpresa, al contrario, parecía saber exactamente las palabras que el jacobino diría, una tras otra, todas eran esperadas por el furtivo hombre.

Le ató las manos a la espalda, con fuerza y algo de brutalidad, como si de degollar a un animal se tratase, le sujetó el cabello con la mano izquierda y con la derecha lo cortó, con un afilado cuchillo que le desgarró el cuero de la cabeza. Le desamarró la soga que le mantenía la boca cerrada, para burlarse de sus lamentos y gritos, pasado un momento, desajustó un poco el nudo que le ataba las manos, como para que se desespere tratando de soltarse, como para antojarlo con el sabor de la salvación que nunca verá.

- El patíbulo le espera monsieur.

Escuchó sus gemidos y cuando trató de sacar sus regordetas muñecas del nudo, se burló aun más del antiguo monarca, lo puso de pie de una patada y lo subió a su carruaje cerrado, como último privilegio. Llegando al patíbulo, dejó que todos los hombres lo vean e insulten a su antojo, le hizo subir las gradas y mandó el toque de tambores, que silenció la última voluntad del que están a punto de ejecutar. La madera rodeó su cuello, ahorcándolo tan solo un poco, el verdugo quien tanto disfrutaba esto, llegó al máximo placer al soltar la soga que ataba la pesada cuchilla. La canasta se vio satisfecha de sangre segundos después, y los hombres gritaron enloquecidos por el espectáculo. Pedían más cabezas.

07 julio, 2008

Cuando yo muera te recordaré

Cuando yo muera.
Cuando el silencio eterno, en mí sea.
Cuando mi cara este pálida y fría,
pero sin olvidar que te quería.

Cuando el día sea oscuro.
Cuando no se escuche murmuro.
Recordaré tu rostro con melancolía,
pero sin olvidar que te quería.

Recordaré los días de guerra
de muerte, tortura y pena
también mi sangre, mi dolor y sufrimiento,
mis heridas, asesinatos y último aliento.

Cuando yo muera
Y la tarde sea oscura y fea.
Te recordaré con melancolía,
en mis minutos de agonía.

Recordaré cuando te fuiste
o quizá de la muerte huiste,
de la temible y aterradora muerte;
huiste sin saber que la felicidad podía darte.

Yo, que luché por ti tanto
Y ahora no estás aquí... ¡qué espanto!
Recordaré los tiempos felices,
pero que ahora sólo son cicatrices.

Recordaré tu ausencia y vendrá el dolor
y cuando muera sin verte, este será mayor.
Recordaré cuando tú eras mía
y ahora tan sólo eres poesía.

Recordaré tu sonrisa,
pero la muerte llegará, y la olvidaré de prisa.
Llegará destrozando y rompiendo todo,
dejándome muerto y solo.

05 julio, 2008

Cenicero lleno y copa vacía...

Su desayuno había sido un café pasado con un poco de alcohol para hacer del día un poco más llevadero, se había acostumbrado a esa forma de tomarlo, - Como Santiago – decía mientras se lo tomaba con rapidez, para no sentir el raspón de garganta al pasarlo. El desayuno solía ser lo suficientemente reponedor como para no sentir sueño hasta que la hora de descansar llegue, pero al caer apenas la noche los ojos comenzaron a hacerle una mala pasada, y sus parpados hinchados temblaban como de frío, amenazando con cerrarse.

Él, sentado en la silla de madera, en la que suele balancearse pausadamente, mientras cavila con silencio absoluto, como lo hacen únicamente los búhos, respiraba tranquilo y con la mano de escribir arrojaba madera a la chimenea.

Una mesa de madera maciza y ancha, poco artística posiblemente, con unos papeles encima, y cerca, al final de la gruesa tabla que reposa sobre las cuatro patas, un par de libros cerrados, una vela a medio apagarse y un papel doblado, como una almohada, que contenía hojas de tabaco listas para embutirse a la pipa del mismo material de la mesa. Sobre ésta también había cuadros repujados, unos pocos, con fotos de él acompañado de un amor, de uno de esos que siempre son el último amargor del café, uno de esos que es recordado en la última bocanada de humo, de ese humo luctuoso que últimamente parece ser tan abundante como la llovizna miraflorina.

Se dispuso a servir algo para tomar, pasado ya un rato de estar junto a la chimenea alimentando fuegos, - ¡Carajo! – dijo con fuerza al darse cuenta que no había café para pasar, sólo había uno de esos instantáneos, que se suelen comprar por pura rutina, así que prefirió un trago antes que eso, sacó de entre las botellas, una de las más antiguas, y se sirvió en un pequeño vaso. Era vino seco. Lo odiaba. En el fondo pensaba que derepente el sabor del vino seco no le traería recuerdos de besos mustios.

En su cabeza deambulaba la última palabra que había dicho, parecía rebotar contra las paredes, - ¡Carajo! – una y otra vez, hacía horas que su boca permanecía en silencio, se había acostumbrado a escuchar solamente el sonido que hace el fuego al quemar la madera y el vaso vacío al golpear contra la mesa.

Bebiendo al paso de sus latidos, el recuerdo volvió, como si el vino lo llevase a ella. Ni pensaba en salir a caminar otra vez por las calles, y toparse con sus pasos solitarios uno detrás de otro, haciéndole acordar que va otra noche más que camina solo, y luego bañarse con la garúa típica de noviembre al anochecer, y ver sus fotos al cerrar los ojos que eran vencidos por el sueño, las fotos de ella sonriendo junto a él, o las que él tomaba mientras ella dormía al costado suyo.

Otra vez se sentaba a sólo recordarla, refundiéndose de noche, en lo más profundo de lo que intentaba ocultar en el día, cuando de la sonrisa de la mañana no queda ni sombra y cuando no hay compañeros de café ni de vino junto a él, cuando no hay nadie quien escuche su llanto, ni quien sienta sus desesperados suspiros. Otra vez una de esas noches funestas, en las que recordaba que realmente la había amado y que ya todo había pasado también, a tal velocidad que parecía recién percatarse. Con el cenicero realmente lleno y con su copa totalmente vacía se dejó vencer por la inclinación de la silla y cayó hacia atrás sumiéndose en su dolor cuasi físico.

02 julio, 2008

La muerte de un reloj...

La vida es complicada para un reloj, deben estar todo el tiempo atentos y calculando, contando constantemente sin perder concentración, un instante de desequilibrio y toda la cuenta se hecha a perder. Los relojes deben mantenerse siempre tranquilos y serenos, sin emociones fuertes, pues cuando uno está feliz o distraído, el tiempo pasa rápido ¿no? Seguramente no tardarás en entender que eso no es algo conveniente para un reloj. Su función posiblemente sea el tratar de mostrarnos su percepción del tiempo, lineal y constante, pero le debe ser difícil también enfrentar que siempre al ser observado todos se den prisa y aceleren el paso, debe ser talvez por su mirada penetrante.

Kafca, seguramente nos diría que el tiempo no es más que una herramienta del hombre para complicarlo todo y enjaularnos. Kant por su lado, nos podría decir que es una de las unidades básicas para la percepción humana, ya que toda sensación se ubica dentro de un espacio y tiempo. Pero según Daniel F. que es la percepción que tomé, el tiempo no es más que una luz que intenta ocultarse en la sombra del viento burlón, que se besa o que se va de cabeza. Posiblemente si Daniel F fuera un reloj seria imposible que nos pueda mostrar su percepción del tiempo, sólo con un par de agujas, pero de todos modos tratando de entender su idea, y sabiendo ya como es de compleja la vida de un reloj, quise narrar aquí la muerte de uno.


Hay pasillos, como los de los hospitales que a menudo se hacen esperar segundos inmortales y convulsionantes. Hay pasillos sombríos como dignos de ser parte y de conducir a una gran habitación de un viejo palacio del medioevo.

Los pasillos comenzaron a llenarse de una bruma invisible y espesa, que sin querer cubrió los interruptores de luz y con su frío aliento besó al reloj, que desde el centro del pasillo sonaba con un eco casi tan infinito, como el largo del pasadizo profundo, marcando las doce menos un cuarto, el segundero que latía como un convaleciente corazón apunto de estallar en cuatro diferentes miembros.

Entonces la neblina espesa como una nata bañada de obscuridad comenzó a ceder ante una fuerza mayor desde el fondo del pasillo, algo cortaba el aire con increíble fineza, como lo haría una bala ante una capa de telas todas juntas, una después de la otra, entonces fue cuando el aire fue cortado por completo y se llegó a percibir algo más que el enloquecedor tic-tac del reloj. Un fuerte silbido de eco silencioso comenzó a escucharse a lo largo de todo el pasillo, no pasó mucho, para que una armoniosa melodía de canción de cuna retumbe contra las paredes e insulte los latidos del reloj, que parecía acelerarse cuando el silbido se agudizaba. El frenesí del silbido terminó por asesinar el corazón de tiempo que dejó caer sus agujas y señalando al seis con tal fuerza como si fuera el culpable de su muerte.