Estaba anocheciendo cuando Pimaq
apresuró el paso, agitado y cubierto de una película de sudor, llevaba consigo
un saco de tela con un roedor pequeño y dos lagartijas en su interior, la
cacería de toda la tarde le diría a su hermano llegando a casa y le sonreiría,
su tío de seguro se burlaría de él, pero no importa, a Pimaq le gustaba robarle
una sonrisa a su viejo tio, últimamente ya no salía ni a montear, estaba todo
el tiempo en la chacra y decía que ya no necesitaba cazar más y que de sus
legumbres y papas podía comer hasta embutirse. Oyó ladridos no muy lejos, entre
los árboles - perros salvajes – dijo en su cabeza, la idea de verse devorado
por las bestias del bosque le tomó la mente por asalto, estaba ya muy cansado y
un dolor le latía en el costado del vientre, no tenía más que una onda y un
cuchillo de piedra afilada, había tenido demasiada suerte al cazar sus pequeñas
presas, aunque a él le hubiese costado admitir. Había buscado animales durante
horas, pero sus torpes píes pisaban tanta rama y hojarasca crujiente como
podían y no conseguía más que espantar a todas sus presas. No fue hasta que estuvo
arriba de un árbol, y muy adentrado en el monte, que tuvo la paciencia
suficiente para quedarse un instante quieto, a escuchar al bosque y desde lo
alto oyó y luego pudo ver al roedor que bajada de un árbol vecino y olfateaba
la hierba recogiendo semillas, respiró muy despacio y puso la piedra entre el
cuero e hizo girar la soga en su mano, hasta que agarró velocidad y con un
disparo silencioso y mortal mató al roedor, iba a bajarse a recogerlo cuando
vio a una lagartija asomarse de entre las piedras, volvió a relajarse, cubrió
la piedra por el cuero y comenzó a girar la cuerda, el disparo falló y la
lagartija se alejó, no lo suficiente, pues un segundo disparo le dio en toda la
cabeza, la segunda lagartija se tardó un poco más que la primera, y cuando
intentaba darle a un ave que se había posado sobre una rama cercana, notó que
el sol ya se ponía y eso solo significaba una cosa correr de regreso.
Se había adentrado tanto en el
bosque y se había tardado tanto en cazar que se hacía de noche y no le iba a
alcanzar el tiempo para regresar con luz, eso no sería un problema real en el
pequeño bosque de moras que estaba cerca del pueblo, pero en medio del monte el
joven Pimaq corría el riesgo de encontrarse con pumas, perros salvajes,
serpientes, jabalíes, hasta las malditas arañas son un problema aquí – Pensó a
la par que se estremecía al ver en el árbol una gigantesca araña del tamaño de
la palma de su mano, bajó de inmediato, sin pensar guardó sus pequeñas presas y
comenzó a correr monte abajo, con los pies de costado para no caerse de
bruces.
El bosque comenzaba a llenarse de
sombras, y de ruidos, insectos nocturnos chillaban desde todas partes, cuando
el último de los reflejos del sol dejó de entrar de entre los árboles, los
ladridos aumentaron. El chico no paraba de correr, en un instante y por el
dolor del vientre que le latía fuertemente se detuvo a respirar, agarró una
rama de madera, alta como un cayado y de pronto oyó entre los árboles como un
golpe seco, un sonido similar al que hizo su piedra al romper el cráneo de la
lagartija. Inmediatamente el chico comenzó a caminar rápido con el fin de no
hacer ruido y luego a correr más deprisa que antes incluso, no había ningún
camino y las sombras lo cubrían todo del mismo manto negro, y no quería detenerse
para hacer fuego, se iba a tardar y quien sabe qué demonios traería el fuego.
Siguió a oscuras, aunque él sabía muy bien que no iba a llegar muy lejos sin
ver, y que no faltaría mucho para que esté pisando sus propias huellas y
corriendo en círculos. La sola idea de estar corriendo muerto de miedo y en
círculos como un idiota le hirió el orgullo y juntó fuerzas para detenerse y
hacer fuego.
Por suerte en su saco tenía
también la piedra roja que le había dado su tío, de solo pensar en él lo
extrañaba y la hoguera, y las paredes de su casa. Hizo una montañita de hojas
secas puso la piedra roja encima y le dio golpes con otra piedra. Tac, tac, tac
se oía entre los árboles, y de donde las piedras chocaban salían chispas, pero
nada suficiente para prender las hojas. Hicieron falta muchos golpes más para
que una chispa le dé a la hoja con fuerza suficiente, luego un humito
tambaleante comenzó a salir y después las primeras lenguas de fuego que
iluminaron una sonrisa de satisfacción en la cara de Pimaq, se encargó de
alimentar el fuego y de hacer hacer atados robustos de hojarasca, con su
cuchillo de piedra cortó en tres un extremo de la rama que había recogido,
desgarró la madera e introdujo uno de los atados de hoja, la presión de las
tres ramas lo sujetaba fuertemente, guardó los atados de hoja en su saco junto
a las lagartijas y el roedor pequeño, su barriga le dio un fuerte crujido y
decidió acercar al roedor un poco más al fuego que se alzaba alto, más de lo
que Pimaq hubiera querido, pero habían hojas por doquier. Una vez calentado el
roedor, y cuando la fogata improvisada iba perdiendo forma y fuerza, se alejó
con su antorcha de hojas y mascando el roedor, la carne era tierna aún, y su
barriga se retorcía de hambre así que al chico le supo a gloria.
Escupía los huesos del roedor y
había tenido que poner ya el segundo atado de hojas en la antorcha, cuando escuchó
algo que le seguía los pasos, Pimaq iba tan rápido como podía y evitando que el
viento le baje el fuego, aceleró el paso, pero volvió a escuchar que le seguían
los pasos, no estaba seguro cuanto tiempo faltaba, pero sí de que iba por el
camino correcto, sólo hay que ir de frente – se dijo – solo de frente, lo más
rápido que pueda para aprovechar la antorcha pero no tanto como para apagarla,
y si me quedo sin fuego, tendré que ir más rápido aún. Debe ser un maldito
perro salvaje, tengo el pellejo del roedor, con eso puedo distraerlo supongo,
aunque pensándolo bien se lo tragaría sin más y luego se abalanzaría hacía mí,
maldita sea – apretando con un puño la antorcha y con otro el cuchillo, el
chico muerto de miedo bajó tan rápido como pudo y cada vez que desaceleraba el
ritmo escuchaba que le seguían los pasos, y era un sonido que al principio no
supo diferenciar con claridad, pero luego no lo podía dejar de oír, lo que sea
que haya sido tenía un andar aletargado, como si arrastrase un pie, por
instantes se oía muy cerca y otras veces lejos, pero no le estaba ganando
ventaja por más que él corriese - no podía ser cierto, almenos que sea un
maldito puma, esos son silenciosos y puede que corra con pies de algodón, y
luego asechar con un paso lento como aletargado, solo tengo que ir de frente,
monte abajo.
De tanto correr el último de los
atados de hoja se estaba por apagar y recién comenzaba a consumirse, los pasos
le ponía la piel de gallina, pero no como cuando vio a la araña, nada más oír
los pasos se le helaba la espalda, Pimaq hubiese querido hacer ruido con las
pisadas con tal de no oír más a su perseguidor, pero no podía, avanzaba cuesta
abajo casi a saltos, cuando el camino se dejó de ver, la oscuridad había
regresado y la llama de la antorcha agonizaba. Corrió un rato más hasta que
sintió que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, y prefirió botar la
antorcha, ya reducida a brasas y hojas quemadas y a medio quemar, que más que iluminar, brillaban. Verse
sumergido en la oscuridad le heló la columna y la nuca, avanzó a saltos, esta
vez sin parar a respirar y cuando estaba a punto de caerse al suelo todo se
despejó y los árboles se acabaron, a unos pocos metros yacía el pueblo, unos
segundos después de haberlo cruzado pudo detener a sus piernas que por inercia
habían continuado cuesta abajo varios metros. Respiró y más tranquilo volvió
hacia atrás, y al ver los árboles el miedo regreso, la piel de la columna y la
nuca se le erizó de nuevo y corrió hacia el pueblo.